Sin metáfora alguna, el mundo entero contempló lo sucedido en Estados Unidos el 11 de septiembre y los que no lo hicieron al instante se enteraron irremisiblemente poco después. A unas horas de la tragedia--un éxito mediático a corriente--la obsesión unánime de millones de personas creó lo hasta ese momento inexistente: una opinión pública internacional distinta a las conocidas, formada en la afirmación del valor de la vida y en el miedo y el horror, y sobre determinada por la conciencia de su carácter simbólico en el mejor de los casos. Y más unida y desunida de lo que se admite. El 11 de septiembre se produjo una globalización emotiva y solidaria impulsada por los muertos y la destrucción, ahora, sin tanta vehemencia y más sectorialmente, se produce otra globalización de las emociones, esta vez en apoyo en apoyo del pueblo afgano, expulsado de sus casas por el pánico, devastado por la insalubridad y el hambre, rehén de los talibanes, uno de los grupos fundamentalistas más atroces, y del pueblo iraquí, sometido por el déspota criminal Sadam Hussein.
