En México, a la conciencia popular le han impuesto la pasividad, la resignación, el desaliento y el nihilismo como las respuestas políticas, sociales y culturales atendibles so pena de represión brutal directa e inmediata. A pesar de eso, lo notorio en los años setenta es el paulatino y vigoroso esfuerzo por integrar un espacio democrático, el proyecto de organización de una conciencia popular, término que aquí abarca de los sectores de clase media de 1968 a los obreros de la tendencia democrática del SUTERM, los huelguistas de fábricas pequeñas que insisten heroicamente en sus demandas, los intentos comunitarios de las multiplicadas colonias populares, los grupos de campesinos que en todo el país reclaman sus derechos. Para ellos, la pasividad, la resignación, el desaliento y el nihilismo son líneas de seguridad personal que califican a la tradición servil cuya destrucción les es urgente. La cultura mexicana ha sido, por antonomasia, un fenómeno ligado al desarrollo del poder. En la Independencia y la Reforma, los escritores vieron la oportunidad de construir al país como empresa política y cultural con un fundamento: la educación. El Estado es el verdadero eje cultural e incluso muchos intentos izquierdistas sólo desean fortalecerlo al entregarle recursos verbales de la tradición o la lucha socialistas (los intelectuales cardenistas, la retórica del Tercer Mundo).
